enero 14, 2003
Trabajo en una oficina blanca, punto. Aquí todo es así. Recibo y atiendo a un tipo lleno de inseguridades, alguien como yo pero situado trás del escritorio, punto. Lo cual me da ventaja, punto. Al otro lado del teléfono percibo a un compañero de trabajo que, ante una simple y ordinaria pregunta, dice permíteme, lo atiendo, lo sigo atendiendo, gracias por la espera y finalmente, cuando espero un sí o no, me tira una telescópica cadena numérica que debo memorizar como clave de supervivencia.
Una chica simple —no hay adjetivo más justo— se mece con indiferencia al ritmo susurrante de un diminuto par de audífinos que, por cierto, no lleva puesto. Las bocinillas secretean desde su cuello, bronco y definido como una caña.
—Buenos día, sígame —doy media vuelta mostrando el camino.
—Gracias. ¿Estás loco? ¿Frío tú?
Su pregunta me saca del hastío, no la entiendo y volteo. Me ignora, al parecer habla con alguien más a pesar de no haber nadie cinco metros a la redonda. Pero hay cada loco, así que llego a mi escritorio y tomamos asiento. Entonces puedo verla. La chica simple coloca frente a sí un cuaderno ídem. También un gran limón que más bien parece lima —por la piel deslucida y rugosa— y un objeto blanco del que emana el cablecillo de los audífonos. Objeto que reconozco inmediatamente, con bastante sorpresa.
Es un iPod. El almacenador y reproductor digital que Apple lanzó al mercado en el 2001, del tamaño de un monedero, ligero de equipaje. Ante la facha opulenta de los hermanos Sony, Walkman y Discman, el iPod se ve de lo más simpático. No puedo evitar alzarme y estirar la mano para verlo mejor, costumbre ventajosa de todo buen ejecutivo. En el display se alternan dos leyendas: LOADED y P RUBIO LO HARE POR TI.
No bien capté la coquetería ozónica de Paulina Rubio, "Mira qué bien se nos da / eso de estar juntos los dos...", cuando el limón rodó, casi galopando sobre mi escritorio. La chica se interpuso y lo cachó, llevándoselo al pecho. "Esto de ensayar futuro / siempre acompañándonos...". Esta es una triste historia, contada tantas veces.
—-El verano duele, ¿oíste? No soy yo.
Si no se dirige a mí, debe estar loca. Pero habla con el limón, que como todos los limones duerme. Lo vuelve a colocar sobre contratos y pólizas, asegurándolo entre su cuaderno y una engrapadora. No lo creí, pero el limón comenzó a moverse con lentitud, visiblemente incómodo, luchando por ganar centímetros. La imagen más cercana es un huevo a punto de eclosión. Su vida hecha cólicos, dianas y condecoraciones ganadas en mil viajes que aún braman por ella, a los que nunca fue. La chica simple libera una lágrima ídem.
—¿Te encuentras bien? —pregunté.
Me contó, en voz baja pero suficiente, que el demonio se había escapado de la cabaña de un guardabosques escocés del Siglo XVII, quien le dio tutela sin saberlo en un copón hirviente que utilizaba su padre, y anteriormente su abuelo, para encender tabaco rudo. Luego de causar diversión, malestar y muerte a los tripulantes de un galeón abanderado en los Midland británicos, el demonio encalló, barajando salvajamente el tiempo y el espacio, en las costas de Jamaica o por ahí. Revuelto con las astillas de la embarcación y las ricas arenas del Caribe, fue recogido por hongos fitopatógenos alojados al pie de un pescador andariego; éste la vive descalzo y embarra cualquier novedad en el guardapolvo de la abarrotera Debussy Hermanos, siendo fácil para cualquier demonio que se precie dar con un contenedor de fruta. En nuestro caso, limones que zurcarían el Golfo rumbo a los Estados Unidos para su venta al menudeo, calidad de exportación. El demonio acabó un exilio de cuatrocientos años y trepó al limón más vigoroso, entrando por el chichón. Ella exprimió varios limones en una fonda, sobre la humeante sopa, conservando el más hermoso para la eternidad.
—Me tiene presa —dijo.
Cuando terminó su relato, sentí un poderío súbito, un chispazo de sabiduría y oportunismo que me venía de las profundidades. Digo profundidades volteando al interior, a un sitio que no debe estar a menos de 500 millas dentro, un sitio inmaterial pero también orgánico y ferviente que me bulle, como a ti, desde las torceduras del ácido nucleico. Lo que me distingue como empleado de oficina blanca y a la vez me hermana con la sobriedad ovina de los siglos.
Tomé el limón con ambas manos, que intentó zafarse con ansias de catacumba, y corrí fuera del edificio, seguido por la chica. El iPod cumplía con su deber: "... y cuando me besas siento que disparas / al fondo de mi alma". Quiero pensar que mis acciones, los actos que realicé con aquel limón por casi media hora y que memoricé tan mal, ayudaron a la pacificación de algo. Aún haciendo más, aún haciendo el doble de lo que logré, y no es poco, la chica pensará que fue algo encantador. Pero inútil.
. . . . . . . . .
Comentarios:
mr_phuy@mail.com
Una chica simple —no hay adjetivo más justo— se mece con indiferencia al ritmo susurrante de un diminuto par de audífinos que, por cierto, no lleva puesto. Las bocinillas secretean desde su cuello, bronco y definido como una caña.
—Buenos día, sígame —doy media vuelta mostrando el camino.
—Gracias. ¿Estás loco? ¿Frío tú?
Su pregunta me saca del hastío, no la entiendo y volteo. Me ignora, al parecer habla con alguien más a pesar de no haber nadie cinco metros a la redonda. Pero hay cada loco, así que llego a mi escritorio y tomamos asiento. Entonces puedo verla. La chica simple coloca frente a sí un cuaderno ídem. También un gran limón que más bien parece lima —por la piel deslucida y rugosa— y un objeto blanco del que emana el cablecillo de los audífonos. Objeto que reconozco inmediatamente, con bastante sorpresa.
Es un iPod. El almacenador y reproductor digital que Apple lanzó al mercado en el 2001, del tamaño de un monedero, ligero de equipaje. Ante la facha opulenta de los hermanos Sony, Walkman y Discman, el iPod se ve de lo más simpático. No puedo evitar alzarme y estirar la mano para verlo mejor, costumbre ventajosa de todo buen ejecutivo. En el display se alternan dos leyendas: LOADED y P RUBIO LO HARE POR TI.
No bien capté la coquetería ozónica de Paulina Rubio, "Mira qué bien se nos da / eso de estar juntos los dos...", cuando el limón rodó, casi galopando sobre mi escritorio. La chica se interpuso y lo cachó, llevándoselo al pecho. "Esto de ensayar futuro / siempre acompañándonos...". Esta es una triste historia, contada tantas veces.
—-El verano duele, ¿oíste? No soy yo.
Si no se dirige a mí, debe estar loca. Pero habla con el limón, que como todos los limones duerme. Lo vuelve a colocar sobre contratos y pólizas, asegurándolo entre su cuaderno y una engrapadora. No lo creí, pero el limón comenzó a moverse con lentitud, visiblemente incómodo, luchando por ganar centímetros. La imagen más cercana es un huevo a punto de eclosión. Su vida hecha cólicos, dianas y condecoraciones ganadas en mil viajes que aún braman por ella, a los que nunca fue. La chica simple libera una lágrima ídem.
—¿Te encuentras bien? —pregunté.
Me contó, en voz baja pero suficiente, que el demonio se había escapado de la cabaña de un guardabosques escocés del Siglo XVII, quien le dio tutela sin saberlo en un copón hirviente que utilizaba su padre, y anteriormente su abuelo, para encender tabaco rudo. Luego de causar diversión, malestar y muerte a los tripulantes de un galeón abanderado en los Midland británicos, el demonio encalló, barajando salvajamente el tiempo y el espacio, en las costas de Jamaica o por ahí. Revuelto con las astillas de la embarcación y las ricas arenas del Caribe, fue recogido por hongos fitopatógenos alojados al pie de un pescador andariego; éste la vive descalzo y embarra cualquier novedad en el guardapolvo de la abarrotera Debussy Hermanos, siendo fácil para cualquier demonio que se precie dar con un contenedor de fruta. En nuestro caso, limones que zurcarían el Golfo rumbo a los Estados Unidos para su venta al menudeo, calidad de exportación. El demonio acabó un exilio de cuatrocientos años y trepó al limón más vigoroso, entrando por el chichón. Ella exprimió varios limones en una fonda, sobre la humeante sopa, conservando el más hermoso para la eternidad.
—Me tiene presa —dijo.
Cuando terminó su relato, sentí un poderío súbito, un chispazo de sabiduría y oportunismo que me venía de las profundidades. Digo profundidades volteando al interior, a un sitio que no debe estar a menos de 500 millas dentro, un sitio inmaterial pero también orgánico y ferviente que me bulle, como a ti, desde las torceduras del ácido nucleico. Lo que me distingue como empleado de oficina blanca y a la vez me hermana con la sobriedad ovina de los siglos.
Tomé el limón con ambas manos, que intentó zafarse con ansias de catacumba, y corrí fuera del edificio, seguido por la chica. El iPod cumplía con su deber: "... y cuando me besas siento que disparas / al fondo de mi alma". Quiero pensar que mis acciones, los actos que realicé con aquel limón por casi media hora y que memoricé tan mal, ayudaron a la pacificación de algo. Aún haciendo más, aún haciendo el doble de lo que logré, y no es poco, la chica pensará que fue algo encantador. Pero inútil.
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